1 de Agosto de 1155, Castillo de Burgos, aposentos del Rey
Los primeros rayos de Sol ya entraban por la enrejada ventana, despertando a Don Alfonso VII de Castilla, el Rey de Castilla y León. Se desperezó en la cama e instintivamente buscó con la mano a su mujer, Riquilda. Rica, como él la llamaba. Al no encontrarla se incorporó y la vio, al otro lado de la habitación, desnuda y metida en una tinaja llena de agua. Jimena, la anciana matrona que siempre la acompañaba estaba ayudándola a lavarse.
Jimena había asistido el parto de todos los hijos de la pareja. Cortó y anudó el cordón umbilical de Urraca, la mayor, de Sancho, y de los dos Fernandos. Por esto el Rey le permitía entrar a la alcoba real sin su permiso expreso. Una sirviente que casi era de la familia.
Alfonso VII se vistió y se acercó hasta la tina para observar cómo se lavaba su mujer. El Rey, como buen soldado, sólo se lavaba después de las batallas, pero a su mujer le gustaba hacerlo cada día. Eso junto con los potingues que se echaba la hacía desprender un embriagador olor, que Alfonso no había captado en ninguna otra mujer. Y la verdad es que el olor acompañaba al resto. A sus 40 años, casi rozando la ancianidad sobre cuya línea él ya paseaba, la Reina conservaba una espléndida belleza. Y la edad que no le restaba atractivo físico le otorgaba la experiencia de una que ha vivido mucho.
- Lo veo excesivo, mi Reina. Todavía no sé como no se te borran los lunares con tanto frotarte. - dijo el Rey.
La Reina sonrió ante el comentario de su marido. - Si no lo hiciera olería a cuadra, igual que tú, Alfonso el Hediondo. - dijo ella entre risas – Bueno, y, ¿qué piensas hacer hoy, mi fétido marido? - las risas se iban extendiendo hacia Jimena, que avergonzada intentaba reprimirlas.
El Rey abrió las puertas del balcón y se asomó a él. Enfiló la vista hacia el oeste. En esa dirección, a muchas leguas de distancia, estaban las tierras del Reino de Navarra y del de Aragón. Mirando hacia allí, el Rey respondió a la pregunta. - ¿Hoy? Voy a comenzar la reconquista de la península, por supuesto.
7 de Agosto de 1155, Castillo de Burgos, Sala del trono
- Toc, toc.
- Adelante.
Manrique Pérez de Lara abrió la puerta y entró a la sala. Era incluso más ostentosa que la de Salamanca. Grandes telas colgaban del techo teñidas con los colores de Castilla. Trofeos de caza adornaban las paredes. En una esquina había una pequeña estantería con libros. El Rey se encontraba sentado en el trono, leyendo uno de ellos.
- Buenos días, mi señor. Soy Manrique Pérez de Lara. Vengo de...
- Salamanca, lo sé. - le interrumpió Alfonso – 29 años. Miembro de la Corporación de jueces y notarios salmantina. Ha mediado en conflictos de religión, de territorios, de honor...He llegado a escuchar que tiene usted más poder de convicción que algunos sacerdotes. Y casi eres de la familia. - dijo el Rey con una sonrisa.
Manrique Pérez de Lara era hermano de Nuño Pérez de Lara, cuñado del Rey, casado con la hermana de éste, y Conde de Salamanca. No muy inteligente en principio contratar al hermano de un detractor tuyo. Pero el señor Manrique era de otra pasta. Le habría bastado aceptar el puesto de "consejero" que su hermano le brindó, y dedicarse a vivir la vida que el Conde le podía ofrecer. Pero en vez de eso, lo rechazó y continuó con sus estudios. Con el tiempo, se incorporó a la Corporación de jueces y notarios y ahora es uno de sus miembros más notables. Y más de una vez ha tenido que mediar en contra de su hermano. Éso es bastante destacable en los tiempos que corren.
- Me interesa su sentido de la justicia, señor Pérez. De saber lo que está bien y lo que está mal. Y creo que sabe como yo que está mal que los moros lleven más de 4 siglos mancillando esta tierra cristiana. Todo este tiempo no ha hecho más que demostrar que no podemos vencerlos solos. - el Rey bajó del trono y sacó un pergamino, lacrado con el sello real, que entregó a Manrique – Quiero que le entregues esto de mi parte a Ramón Berenguer IV, el Rey de Aragón. Quiero que se unan a nosotros los Castellanos en esta santa guerra. Quiero que trabajes para mí. Quiero que trabajes para la justicia. ¿Qué me dices?
Manrique siempre había mediado en conflictos buscando la paz. Si trabajaba para el Rey Alfonso VII, terminaría provocando una guerra. Aunque si esa guerra era ganada, quizás hubiera paz para siempre en la península...Este noble pensamiento fue lo que hizo a Manrique aceptar la oferta del Rey Alfonso VII, aunque verdaderamente, una pequeña parte de él creía que esto nunca llegaría a pasar...
27 de Diciembre de 1155, Castillo de Burgos, Sala del trono
Las noticias del día alegraron enormemente al monarca. Manrique había firmado una alianza militar con los portugueses para derrotar al enemigo infiel. Aragón, Portugal, y Castilla, juntas contra los moros. El plan estaba empezando a gestarse. También se habían firmado tratados comerciales que permitían a los gremios de los tres reinos comerciar, lo que repercutiría de manera excelente en las arcas del reino. La verdad es que Manrique estaba haciendo un excelente trabajo. Habrá que recompensarlo de algún modo, pensaba el soberano.
Con las alianzas forjadas y las espaldas cubiertas, el Rey dio la orden a las tropas de concentrarse en Toledo. Quizás se pusieran pegas desde Galicia o Salamanca, pero la ocasión la pintan calva. Una negativa a esta orden directa podría ser motivo de guerra, y Alfonso VII no creía que esto pudiera pasar. Aunque los caminos del Señor son inescrutables...
15 de Enero de 1156, Castillo de Burgos, Sala del trono
Todo iba sobre ruedas. Contingentes venidos de todas partes del Reino se dirigían hacia Toledo, para saltar de ahí a terreno moro. Pero un mensajero llegó, con malas noticias...
El Rey abrió el mensaje y lo leyó. El rostro le tornó sombrío, enfadado. Sancho VI de Navarra estaba armando un gran ejército. Se habían avistado grandes masas de hombres haciendo maniobras en llanuras del Reino de Navarra.
Ahora Alfonso no podía dejar el norte desprotegido. Las tropas de Sancho VI podrían entrar en Burgos e invadir las zonas circundantes. Mejor cortar por lo sano. Un par de indicaciones, y un puñado de mensajeros con sus caballos acudieron en busca de las tropas que se dirigían a Toledo para asignarles una nueva misión. Asaltar el castillo de Pamplona. Aunque antes habría que echar un vistazo...
3 de Febrero de 1156, afueras del castillo de Pamplona
2 semanas. 2 semanas llevaba Francisco pidiendo limosna en las afueras del castillo. En ese tiempo se había hecho amigo de los ganaderos de la zona, que conocían las inclemencias del tiempo en esa época del año, y más de una vez habían compartido su escasa comida con él. No ganaba mucho, de hecho no ganaba ni para comer, dada la poca gente que por allí pasaba. Los guardias que patrullaban la zona incluso hacían apuestas sobre cuando iba a morir de inanición. Visto lo visto, no tardaría mucho en hacerlo. Aunque claro, hay que tener en cuenta que Francisco no era un simple mendigo.
Por las noches, cuando los ganaderos se refugiaban en sus cabañas o dentro del castillo, él buscaba una buena posición y tomaba notas mentales de los itinerarios de los guardias. Cuántos había, sus rutas, los relevos, los mejores guardias, los peores...Una vez hubo identificado en qué turno estaban los guardias más inútiles, esperó hasta que algún carro entrara durante ese turno. Una legua antes de que el carro llegara, Francisco se coló en él, conocedor de que los estúpidos guardias no iban ni a registrar la carga. Una vez dentro del castillo, y con la ayuda de una sombra y la bolsa que portaba, cambio de ropa, y Francisco ahora era Juan, el mercader. En un par de días de preguntar por las herrerías y de hurgar por toda la población , fue capaz de averiguar el número exacto de tropas de las que disponía Sancho VI. Un buen número, aunque nada con lo que el Reino de Castilla no pudiera lidiar.
Fernando Rodríguez de Castro, espía de profesión, no tuvo más que pagar a un mensajero ordinario para que llevara su mensaje, escrito en clave, a Burgos, y esperar que llegara el día.
15 de Febrero de 1156, Castillo de Burgos, Patio de armas
Las tropas ya habían llegado al castillo, y se encontraban en el patio de armas del mismo, con el mismo Alfonso VII pasando revista. En total, 10 milicias completas de lanceros, 8 unidades de campesinos arqueros, sin mucha experiencia en combate pero hábiles en el uso del arco, y 1 unidad de caballería ligera ibérica armada con jabalinas que lanzaban al enemigo desde lejos. Todo esto sumado a la decisión de Alfonso VII de capitanear el asedio, lo que aumentaba la moral y el arrojo de las tropas muchos enteros.
Ahora sí iban bien las cosas. Además, se acababa de celebrar la boda de uno de los hijos del Rey, Fernando II de León de Borgoña, con una preciosa noble de Castilla, Isabella. La ceremonia fue en la iglesia de León, y fue un soplo de aire fresco en los tiempos que corren.
Pero no todo era algarabía y jolgorio. Mientras un satisfecho Alfonso revisaba unidad por unidad al ejército, desde el balcón de la torre del homenaje una preocupada Reina no podía retirar la vista de la encorvada figura que acompañaba a su marido. Desde hace un mes, un hombre enjuto y menudo se había ganado el cariño del Rey, que no de la Reina. Bien es verdad que desde que el pequeño ser le aplicó al Rey sus cataplasmas, su tos había disminuido, pero también podía haber sido una curación natural. Además, había algo en él que a la Reina no le gustaba. De sus palabras se podía deducir vagamente que no era temeroso de Dios. Y su voz. Esa voz no era normal. Esa voz sólo podía salir de un siervo del Maligno.
Sin embargo, Alfonso no toleraba que se hablara mal de Ivar, pues así se llamaba el susodicho. Para Alfonso, Ivar era un amigo fiel. Para Riquilda, Ivar era un mago pagano que había hechizado a su marido. Y estaba dispuesta a cualquier cosa para desenmascararlo.
5 de Septiembre de 1156, Castillo de Burgos
Falta un día para que el ejército parta hacia Pamplona. Riquilda está desesperada, pues no es capaz de hacer entrar a su marido en razón. Se ha vuelto hosco, huraño, trata a los sirvientes de mala manera, y castiga a las tropas duramente ante cualquier insubordinación, por pequeña que sea. Alfonso ha llegado incluso a pegar a Jimena por entrar a su cuarto como hace todos los días.
Alfonso se llevará a Ivar con él a la batalla, pues siempre van juntos. Riquilda tiene la sensación de que ese diminuto bastardo hará que maten a su marido, pero sigue sin ser capaz de hacerle frente.
Con lágrimas en los ojos, Riquilda ve partir a su marido, junto con su ejército, y junto con esa rata de pelo lacio. - No he sido capaz de salvarlo. No he podido hacer nada, y ahora nunca más volveré a verlo vivo. - piensa la Reina.